Cuando se puso por primera vez el uniforme de la Guardia Civil quedaban más de cuatro años para que Juan Carlos I fuera proclamado rey de España, hacía poco tiempo que el hombre había pisado la Luna por primera vez, Santiago Bernabeu era el presidente del Real Madrid y la banda terrorista ETA aún no había hecho saltar por los aires el coche en el que se desplazaba Carrero Blanco. La televisión en color no había llegado aún a aquella España en blanco y negro del final de la dictadura y el periódico costaba cinco pesetas.
Victoriano Manuel Peláez nunca olvidará la fecha del 13 de septiembre de 1971, lunes en el calendario. Esa mañana, aquel niño de 14 años ingresó en el antiguo Colegio de Guardias Jóvenes de Valdemoro (Madrid), el centro de enseñanza en el que se forman los hijos del Cuerpo. «Mi madre me dejó en la puerta con una maleta de aquellas de cartón y funda de tela. Nada más meternos para adentro ya nos pusieron el uniforme», recuerda en conversación telefónica con El Independiente más de medio siglo después.
Esa vinculación se ha mantenido ininterrumpidamente hasta este lunes, cuando este guardia primero -«general de tropa», bromea- se ha jubilado muy a su pesar al cumplir los 65 años. No hay antecedentes en el Cuerpo de que un agente haya permanecido tanto tiempo como Peláez, hijo y sobrino de guardias civiles castellanoleoneses. Exactamente 50 años, tres meses y 14 días.
«Era un niño que no abultaba nada. Entonces se entraba con 15, no con 14 años. Yo entré por gracia especial. Imagino que pensaron que era mayor para infante y pequeño para el colegio y que, por unos meses, no me iban a dejar fuera. Tendría que haber estado cuatro años y cuatro meses, pero tuve la suerte de estar tres años y cuatro meses», explica este guardia primero recién retirado. A su promoción, la número 56, le entregó la bandera la entonces Princesa Sofía, quien volvió a presidir la jura de bandera en Valdemoro 25 años después.
Victoriano Manuel Peláez nació en vísperas de la Nochevieja de 1956 en Moreruela de Tábara, a 50 kilómetros al este del pueblo zamorano en el que estaba destinado su padre: Moveros de Aliste, casi en la Raya con Portugal. Pronto quedaría huérfano. Su progenitor murió de un infarto fulminante el 21 de junio de 1971 cuando aún no había cumplido los 50 años.
Peláez siguió los pasos de su padre y meses después del fallecimiento de éste ya se formaba para servir en el Cuerpo que el Duque de Ahumada había fundado en mayo de 1844. En el Colegio de Huérfanos de Valdemoro hizo el curso de conductor y en 1975 fue destinado forzoso a la Segunda Comandancia Móvil de Logroño, ciudad en la que ha desarrollado toda su carrera profesional a excepción del tiempo en que ejerció en las embajadas de España en Bogotá (Colombia) y Managua (Nicaragua).
«En torno a 1978, debido a los atentados y a que ETA se estaba infiltrando en el monte, al teniente coronel Pérez Navas le ordenaron desde Madrid que formara una sección de gente que luchara en guerra de guerrillas en el País Vasco. Estaban a cargo el capitán Miguel Astrain y el teniente Cuasante», detalla. Él fue uno de los agentes elegidos para ir a formarse a la Escuela Militar de Montaña y Operaciones Especiales del Ejército de Tierra en Jaca (Huesca) e integrar la Unidad Antiterrorista Rural (UAR), posteriormente rebautizada como Grupo Antiterrorista Rural (GAR) y hoy adscrita a la Unidad de Acción Rural (UAR). Jubilado Peláez, quedan en activo tan sólo dos integrantes de aquella primera hornada: Manuel Cañas y Manuel Rivera. «Todo el mundo que está en el GAR es especial, lo llevamos en vena», remacha.
En 1980, dos años antes de la creación de esa unidad de elite, ETA había matado a 93 personas. Uno de ellos fue el ingeniero técnico vitoriano José Ignacio Ustaran Ramírez, blanco de la rama político-militar (ETApm) por su condición de miembro de la comisión ejecutiva provincial de Unión de Centro Democrático (UCD). Éste es uno de los asesinatos cometidos por la banda terrorista -ya disuelta- que siguen sin esclarecerse más de 41 años después.
«Directamente no he tenido el honor de enfrentarme, pero es verdad que estando allí arriba [en el País Vasco] tenías la muerte en cualquier momento», comenta echando la vista atrás. Él tiene la sensación de que tal vez la esquivó dos veces. Una fue en noviembre del 78, cuando ETA hizo estallar a distancia una bomba al paso de un Land Rover de la Guardia Civil en el término municipal de Villarreal de Urrechu (Guipúzcoa) que había escondido en un terraplén. Una de las dos víctimas de aquel atentado fue su amigo íntimo Leucio Revilla Alonso, con el que había hecho numerosos servicios y había compartido vacaciones.
La otra vez fue cuando la banda atentó contra un vehículo que patrullaba desde Oñate al monasterio de Aránzazu. Él había pasado por esa carretera esa misma mañana. «Han sido más de cuarenta años. Muchas veces te entraba una cosa por el cuerpo, apretabas el culillo y te preguntabas si te tocaría a ti en esa cuneta o en ese puente…», describe.
En 1985 empezó como conductor de los mandos de la UAR, estrenándose con el teniente coronel Hernández Merino. Ha conocido en este tiempo a todos los jefes que han pasado por esta unidad de elite, concebida para luchar contra ETA en el entorno rural y comandada desde principios de año por el coronel Francisco Javier Molano. De ella depende orgánicamente el GAR, dirigido por el teniente coronel Jesús Gayoso Rey hasta que a finales de marzo de 2020 murió víctima de la covid-19. Parte de sus cenizas se conservan en la base del grupo en Logroño, donde su recuerdo permanece vivo junto al de los agentes que murieron en atentados.
Fue precisamente Gayoso el responsable de que Peláez fuera destinado a la legación diplomática española en Nicaragua. «Fue un regalo de él. Me dijo que como llevaba tantos años, era fundador y me iba a jubilar tenía que ir. ¿Pero, jefe, qué hago yo con 64 años?, le decía. Y allá que me fui», señala. Fue su destino entre marzo y octubre de este año. Era la segunda vez que servía como miembro del GAR en una embajada. La primera vez fue de agosto de 2013 a febrero de 2014 en Colombia.
«El día de mi jubilación fue muy duro para mí, porque no sé hacer otra cosa desde los 14 años que servir a España. Es lo que me gusta y lo que me divierte, y aguantaría hasta que el cuerpo me lo permitiera. Físicamente estoy genial y, desde luego, en el sofá no me voy a quedar», reconoce Peláez, cuya hija (Nuria) está casada con un integrante del GAR (Jaime) y cuyo hijo (Alejandro) quiere ser guardia civil como su padre y su abuelo paterno. Él ya se ha quitado el uniforme que ha vestido durante décadas, pero ya anuncia que seguirá acudiendo los viernes al comedor del GAR con sus antiguos compañeros de Automovilismo y Abastecimiento a comer los huevos fritos con patatas para seguir alimentando la costumbre.
Fuente: EL INDEPENDIENTE